HILDE DOMIN
CARRERA MACABRA
Tú hablabas de quemar barcos
–y los míos ya eran ceniza–,
tú soñabas con levar anclas
–y yo estaba ya en alta mar–,
con el hogar en la Nueva Tierra
–y yo estaba sepultada ya
en tierra extraña,
y un árbol de raro nombre,
un árbol como todos los árboles,
creció de mí,
como de todos los muertos,
sin importar dónde.
El devenir poético de Hilde Domin, nacida el 27 de julio de 1909, en Colonia, en el seno de una familia judío liberal, expulsada y exiliada de su tierra y lengua natal por el nacionalsocialismo, representa un profundo trabajo de reflexión en torno al lenguaje, desde el punto de vista filológico, ético y, no por último, humano.


A los 23 años viaja a Italia, tras la culminación de su carrera de Derecho, Ciencias Políticas y Economía en la Universidad de Heidelberg, para proseguir estudios de doctorado junto a su compañero Erwin Walter Palm (1910-1988). Con la llegada de Hitler al poder, Italia se convierte en la primera estación de los veintidós años que viven en el exilio.
Hilde y Erwin se casan en 1936, en Roma y cuatro años más tarde, tras la promulgación de la ley antisemita por el régimen de Mussolini, tienen que huir de ese país. Vía Francia viajan a Inglaterra y en el verano de 1940 se embarcan vía Canadá con destino a La República Dominicana, Santo Domingo.
En esta isla Hilde escribe su primer poema a los 42 años, a raíz de enterarse de la muerte de su madre, en Alemania. Ahí permanecen catorce años en el exilio. En estado de extrema orfandad, la lengua se convierte, de pronto, en su salvación y, para siempre, en su refugio.
PAISAJE CAMBIANTE
Uno tiene que saber irse
y sin embargo, ser igual que un árbol:
como si se quedasen las raíces en el suelo,
como si se moviese el paisaje
y nosotros nos quedásemos parados.
Aguantar la respiración
hasta que cese el viento
y el aire ajeno empiece a rodearnos,
hasta que el juego de luz y sombra,
de azul y verde,
muestre los viejos patrones
y estemos como en casa
donde sea,
y podamos sentarnos y recostarnos,
como si fuera la tumba
de nuestra madre.
CASA SIN VENTANAS
El dolor nos encierra en un ataúd,
en una casa sin ventanas.
La primavera deja ver las flores
límpidas y más claras
sus aristas.
Mi noche, una apuesta,
un dado de silencio.
El consuelo
quiere entrar
y no halla puertas, ni ventanas.
Enfurecido amontona la leña
quiere forzar un milagro y
enciende
la casa de dolor.
Poemas de la antología “Canciones para dar aliento”, traducidos por Geraldine Gutiérrez Wienken.
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